lunes, 15 de julio de 2013

Porque no soy una muñeca de molde.


Porque no soy una muñeca de molde.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Montse De Mateo Puigmartí.




A menudo, me encuentro a mí misma absorta, sentada en la taza del váter, intentando recordar el momento exacto de mi nacimiento.  




Me paso horas y horas hurgando en las zonas más profundas de mi cerebro, en las más recónditas, las a menudo inaccesibles, allí donde mora el olvido. Frecuento calles oscuras y callejones sin salida, y en algunas ocasiones hasta recorro amplias e interminables avenidas, rotondas pobladas de arbustos o laberintos plagados de zarzales. Algunos caminos me los sé de memoria o como dirían literalmente mis compadres franceses, de corazón. Y a pesar de ser consciente de que no conducen hacia ningún lugar -al menos hacia ningún lugar digno del recuerdo- ando sobre mis propios pasos una y otra vez, en una especie de intento de cambiar aquello que fue, con la esperanza de ser la mosca que a base de cabezazos rompe el cristal de la ventana. Mi madre siempre me repetía entre risas cómplices que era una cabezota. Razón no le faltaba.




Nuestra capacidad de olvido y de memoria siempre me ha fascinado - y aterrorizado al mismo tiempo-. Nunca he comprendido cuál es el proceso por el cual podemos llegar a olvidar momentos y gentes célebres de nuestra propia historia, y en cambio recordamos instantes nimios. Solía pensar que nuestra disposición innata a la supervivencia nos obliga a olvidar los momentos dolorosos. Todos los hemos tenido, o al menos yo nunca me he encontrado con alguien que me haya contado lo contrario.  




Pero cuando estoy sentada en la taza del váter, buscando entre mis recuerdos el momento exacto de mi nacimiento, cuando recorro algunos de los pasadizos de mi cerebro, me encuentro, sin buscarlos, con aquellos niños que me insultaban a la salida del colegio, con aquellas niñas que se reían porque llevaba faldas con volantes -¡me gustaban tanto las faldas con volantes! ¿Por qué dejé de ponérmelas? Mañana mismo iré a comprarme una, de esas tope flamencas-, las miradas inquisidoras de aquellos padres que no querían que me acercara a sus hijos, cuando me sentía terriblemente sola y perdida…




A menudo, me encuentro a mí misma absorta, sentada en la taza del váter, intentando recordar el momento exacto de mi nacimiento. Y por más que lo intento no lo consigo. Recuerdo, por el contrario, y con una nitidez tan asombrosa como escalofriante, el momento exacto en el que Mario, un niño de mi clase con pelo negro como el betún y mirada profunda, me dio aquel primer beso. Mi primer beso inocente de amor. Éramos críos, tendríamos ocho años -era otra época, cuando a los ocho años todavía se era un crío y te importaba bien poco ir al cole con un pantalón viejo azul heredado de tu hermano y una camiseta de color amarillo chillón de la que no podías deshacerte, aunque tu madre insistiera en que aquella camiseta algún día iría a parar a la basura. Por supuesto, un buen día desapareció, y mi madre me juró y me perjuró que no tenía la más remota idea de lo que había pasado con ella. Todos sabemos lo que pasó con nuestra camiseta porque todos hemos tenido una que desapareció misteriosamente.  




Mario siempre había sido un niño especial y aquel beso también lo fue. Nunca pude contarle lo que aquel breve momento había significado para mí. Al poco tiempo sus padres cambiaron de ciudad y pasados algunos años el azar me hizo saber que un cáncer había acabado fulminántemente con su vida. A Mario me lo encuentro siempre cuando me atrevo a hurgar en mi cerebro para recordar el momento exacto de mi nacimiento. Siempre le sonrío y él siempre me devuelve la sonrisa.  




También recuerdo, como si fuera ayer, el primer cigarrillo a hurtadillas con mis amigas de infancia, los primeros tacones que planté en mis pequeños pies y la mirada que acompañó a aquel instante –la de aprobación y respeto de mi padre-, las primeras caladas de marihuana en un concierto de rock, la primera vez que compartí mis adentros y mis afueras con otro alguien, la primera minifalda que compré en un mercadito cerca de la plaza del Ayuntamiento, la primera vez que me adentré en un cuarto oscuro y me dejé llevar por el deseo, las primeras rallas de cocaína en el váter de un garito de mi ciudad que solíamos frecuentar la pandilla de amigos y cuyas paredes podrían contar historias extraordinarias -tantas y tantas paredes deberían saber hablar…-, la primera vez que sujeté entre mis brazos a mi hija Kumba, su mirada... 




A menudo, me encuentro a mí misma absorta, sentada en la taza del váter, intentando recordar el momento exacto de mi nacimiento.




El pasado mes de junio el estado de Colorado (EE. UU.) reconoció el derecho de Coy Mathis, de seis años y que nació con sexo masculino pero que se identifica a sí misma como una mujer desde preescolar, a usar el baño para niñas de su colegio de educación primaria. Los progenitores de Coy, con la ayuda de la TLDEF, interpusieron una denuncia contra el centro educativo, tras recibir una notificación por parte de este, en la que se les comunicaba que Coy no podía seguir utilizando el lavabo de las niñas y que tendría que utilizar el de los niños, personal docente o enfermería.  




Gracias al amor, el respeto y la lucha de much*s, otr*s hemos podido y podemos ser quienes somos.


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lunes, 1 de julio de 2013

El maldito gluten.


El maldito gluten.

Fotografía: Jordi Coll.
Textos: Señor Saint Seya.





Carlos trabajó durante más de cuarenta años en “Harineras Turolenses S.A.”, y aparte de una jubilación más o menos digna y poder dar una educación adecuada a sus hijos, obtuvó unos horribles dolores estomacales y unas diarreas galopantes que hicieron de su vida un infierno.




Desde siempre, Carlos había atribuido sus problemas de salud al trabajo. Pasó por las consultas de varios médicos, pero nunca supieron diagnosticar lo que le pasaba. Además descartaron cualquier tipo de enfermedad profesional dado que sus dolencias continuaban tanto cuando no estaba trabajando, como cuando gozaba de sus vacaciones lejos del centro de trabajo.




De todas formas, él continuaba pensando que era víctima de una suerte de silicosis, pero de harineros. Pidió en reiteradas ocasiones que le cambiaran de puesto de trabajo, y como su jefe era una buena persona, Carlos pasó por todas las máquinas y secciones de la harinera. Sin resultado positivo alguno.




Carlos estaba harto de que le trataran como a un loco, de que le dijeran que era un exagerado, de que a pesar de conocer sus dolencias, sus compañeros susurraran a sus espaldas y lo calificaran de listillo y de escaqueado.




Y no era de extrañar que no mejorara. En aquellos tiempos la medicina no estaba tan desarrollada como ahora, y en España no es que hubiera mucha investigación. Eso si que era como ahora.




A pesar de que el pediatra holandés Dicke descubrió después de la segunda guerra mundial la intolerancia de ciertas personas al trigo, el centeno y la avena, respondiendo así al interrogante que durante tantos años había torturado a niños y mayores, en nuestro país no se supo nada de esto hasta pasados un buen número de años.




Porque si, Carlos era celiaco.




Ahora todas esas pérdidas de peso, esa delgadez, esa palidez y esas continuas diarreas cobraron sentido para Carlos. Después de toda una vida de padecimiento, fue por fin diagnosticado con acierto. Era trágicamente irónico. Lo que le daba de comer lo estaba prácticamente matando.




Carlos era víctima de sentimientos encontrados. Se sentía feliz por saber por fin lo que le pasaba y por sentir el triunfo de sus teorías sobre todos aquellos que le trataban de paranoico, pero estaba treméndamente triste y enfadado por vivir en un país atrasado y subdesarrollado en el que no se había podido dar solución a sus dolencias, cuando en el resto de Europa todo esto ya estaba totalmente superado.




Cambió su dieta alimentaria para evitar el gluten, cambió de trabajo dado que incluso en las oficinas la harina lo inundaba todo, y su vida fue a mejor. Estando ya jubilado, a principios del siglo veintiuno, vio como un afamado doctor tomaba posesión de la cartera del Ministerio de Sanidad del Gobierno de España. Este buen hombre empezó una cruzada contra la celiaquía. Intentó incluso crear una serie de subvenciones que paliaran el desmesurado dispendio económico que azota a estos enfermos. Pero como suele pasar cuando las buenas personas entran en política, no tardó en abandonar su cargo. Y lo hizo sin llevar a cabo sus planes.  


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