jueves, 1 de agosto de 2013

Revolución.


Revolución.


Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Alberto Sebastián.





Sabíamos que nuestros ojos no llegarían a ver los frutos de la revolución. Que va. Ni los de nuestras hijas. Ni los de nuestras nietas.
El proceso iba a ser largo, muy largo. Iba a ser el eje alrededor del cual giraría la vida de varias generaciones.




Pero si que fuimos nosotras las que pusimos en marcha el plan, que como un mantra repetíamos constantemente a todas nuestras congéneres. El objetivo era que quedara grabado en el subconsciente de todas nuestras hermanas, que acabara siendo una suerte de recuerdo genético implantado en las futuras generaciones.




Porque esa era la única manera de acabar con los Amos. Cuando las madres mueren antes de conocer a sus hijas, sin poder educarlas, sin poder cuidarlas, sin poder explicarles que hay un mundo más allá de los sucios cuchitriles en los que iban a pasar el resto de sus cortísimas y productivas vidas, hay que pensar en caminos alternativos para acabar con ese deplorable sistema. Y lo único que pudimos pensar fue la construcción de esa especie de mitología, de leyenda de la revolución, que a fuerza de repetir y repetir, quedaría finalmente grabada en la memoria colectiva de toda una especie, hasta que por fin, algún día reventara en una orgía de caos y destrucción.




La tarea no fue fácil, desde luego. Nacidas en un sistema que los Amos habían ideado como el paradigma de la producción, de la excelencia, y sin haber conocido otra cosa que esos pequeños receptáculos en los que comíamos el insípido rancho sobre nuestros propios excrementos, la idea de plantear algo más que la mera supervivencia resultaba ciertamente utópico.




Apiñadas en diminutas jaulas que a su vez se hallaban ordenadas en infinitas hileras dentro de enormes salas. Sometidas las veinticuatro horas del día a una luz artificial que emulaba la del sol. Expuestas constantemente a unos horribles sonidos que los amos calificaban como música y que se mezclaban con los gritos de desesperación que proferíamos sin cesar. Viviendo así, toda idea de individuo, de ser, acaba cercenada antes de brotar.




Desde el primer instante de nuestras vidas, desde el primer momento de consciencia que todas recordamos, ya estábamos apiñadas junto a nuestras pequeñas hermanas. A algunas no las volveríamos a ver. Otras serían nuestras compañeras de celda y parirían sin descanso hasta el final de su efímera existencia. Parirían hijas que nunca llegarían a ver.




Algunas contaban que los Amos vivían en lujosas y coloridas estancias, rodeados de enormes ventanales que dejaban pasar la luz del sol y la oscuridad de la noche. Podían sentarse en cómodos y grandes cajones que les permitían descansar recostados en sus mullidas superficies. Y por supuesto en sus amplias dependencias no estaban apiñados como nosotras, ni mucho menos, y podían moverse con total libertad siempre que quisieran.




Pero un día todo eso se acabó. Ignoro que produjo la chispa que acabó incendiándolo todo, que acabó con la lujosa vida que los Amos llevaban a costa de nuestras vidas. Quizás uno de ellos olvidó cerrar alguna de nuestras jaulas, quizás alguna puerta de las enormes salas en las que estábamos recluidas quedó abierta por un descuido. El caso es que aprovechamos sin pensarlo la oportunidad que durante tantas generaciones llevábamos esperando.




La destrucción fue absoluta. Nuestros picos desgarraron piel, tendones y músculos. Nuestros espolones destriparon todas sus blandas y confortables dependencias. En avalanchas de millones de individuos acabamos con toda su tecnología, con todos sus utensilios. Nuestros ácidos excrementos, aquellos sobre los cuales estuvimos condenadas a comer, inundaron sus estancias corroyéndolo todo y apagando los vivos colores que en su día contemplaron como los Amos prosperaban a nuestra cuenta. No quedo ninguno con vida. La victoria era nuestra.




Así lo describen las leyendas. Así lo recordamos todas de una manera innata, instintiva, como algo grabado en fuego en nuestra memoria colectiva. Así pasan los días, soñando con esas historias, esperando un día mejor, manejando nuestro terror desde esta apiñada celda, desde esto que los Amos, los humanos, llaman granja. 


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