lunes, 15 de abril de 2013

Inevitable.


Inevitable.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
TextosJorge San Segundo Madoz.




Dmitri Mendeléiev a parte de ser ruso, era un amante de la química. O un curioso. O bien ambas cosas. Y durante toda su vida tuvo ante sus ojos un problema. Un problema importante de hecho.




Miraba a su alrededor, detenidamente y con atención, escudriñando cada rincón, observando de que estaba hecho todo lo que rodeaba y veía diminutos y juguetones átomos de diferentes elementos enlazados entre sí que invadían todas las superficies. Sabía que estaban ahí, aunque no conociera el nombre de todos y le molestaban lo suficiente para que una extraña sensación le invadiera todos los días.
Ese tipo de sensación que no te deja dormir tranquilo por las noches.
Quería poner orden en el desorden.




La naturaleza tiende al caos, al desorden más absoluto. Existe una función en Química, llamada "Entropía" que “trata” de explicarlo, algo así como intentar medir el orden y el desorden en la organización de los sistemas. Una locura.
Dmitri no quería indagar tan a fondo en aquellas cosas acabadas en –ía (como "Entalpía"), pero quería luchar contra aquel caos premeditado y molesto.




Así que se centró en crear una posible ordenación de los elementos (esos pequeños átomos que le atormentaban), para poder plasmarlo en papel. Lo que hoy conocemos como "Tabla periódica de los elementos". Eso si, no le quitemos mérito a Newlands, que también lo intentó aunque sin la genialidad del ruso.




Mendeléiev entendía que todo aquello tenía un porqué, los extraterrestres que crearon todo esto o la coincidencia, no hicieron esto al azar. Todo debía cuadrar, para que el mundo funcionara. Así que intentó ordenar todos los elementos conocidos en la época en una tabla lógica y perfecta para al final poder respirar tranquilo y poder descansar por las frías noches.




Pero encontró varios problemas...y los que no encontró directamente de frente, supuso que estarían allí en el futuro.
El primero de ellos fue que su ordenación se basó en juntar elementos con propiedades similares, lo que a su vez encajaba con un orden lógico de aumento de la masa . Es decir, al ruso le gustaba juntar naranjas con mandarinas en vez de juntar a naranjas con melocotones. Y acertó, ya que para que todo encajara, el orden debía ser por propiedades.
El segundo gran problema lo solucionó dejando espacios libres donde él consideraba que faltaba un elemento aún no descubierto, para seguir el orden lógico de las cosas. Así la tabla primeriza aunque inconclusa, sobreviviría en el tiempo cuando se descubrieran esos elementos granujas. 




Porque la magia de la naturaleza decidió diferenciar cada elemento del otro en tan solo 1 electrón. Y ese orden ascendente de electrones, desde el 1 hasta…hasta donde queramos llegar, es la solución al orden de la tabla periódica. Encajando a la perfección con las intuiciones del ruso.




Ah!, pero hemos comentado antes que la naturaleza tiende al caos. No todo iba a ser tan fácil, de hecho nunca nada será fácil en la Química.
Poco a poco se fueron descubriendo el resto de elementos, cada uno como piezas de un puzzle encontraban su lugar en la inacabada tabla de Dmitri, excepto los Gases Nobles. Malditos bastardos. Señoritos de buena cuna a los que nos les gustaba juntarse con el resto. El Neón, Argón y compañía parecían desafiar a las predicciones del ruso, con sus 8 electrones en su capa de valencia, no necesitaban a ningún otro elemento para juntarse y formar compuesto estables. Así que hasta que se les asignó el palco vip en la tabla periódica no estuvieron contentos. Para ello, nació el llamado grupo cero (18 en la actualidad) en una esquina de la tabla, observando todo pero sin interferir.
Y los actínidos y los lantánidos… como el típico amigo que nunca está a gusto y le gusta protestar para llamar la atención. Radioactivos y artificiales, sin lugar en la tabla, necesitaron sus dos propias filas por debajo para no romper la completa armonía.




Así que pasado el tiempo nos ha quedado una tabla periódica que llega oficialmente hasta el número 118, pero con 114 elementos a día de hoy (con dos huecos en el lugar 113 y 115, además del 117 y 118, aún por confirmar su descubrimiento), todos estos últimos creados artificialmente. Dmitri se revuelve en su tumba viendo como nunca se consigue cerrar su gran proyecto.




Ya dijimos que esto nunca sería fácil. La tabla nunca estará acabada.
Cada día miles de químicos locos en sus laboratorios investigan, juegan a ser dioses y “crean” nuevos elementos. Por ello la tabla sigue creciendo y por ello el caos que quiso impedir Mendeléiev es inevitable. Imparable.
La naturaleza tiende al caos, la química tiende al caos. Todo tiende al caos y todo lo creado, se destruye. 


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lunes, 1 de abril de 2013

No puedo.


No puedo.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Walter Buscarini.




Mi incapacidad congénita para tocar fondo. Eso me asusta. Es el quinto texto que empiezo para acompañar estas fotografías. Y, esta vez sí, será el definitivo.  




Me he saltado todos los plazos, me he disculpado de diversos modos, soy culpable de fracasar en el intento: he comparado esta fábrica con mi propio ser (donde cada una de las salas era un órgano vital de los míos, correspondiendo el corazón a la más mugrienta).  




Luego imaginé que las dependencias de esta fábrica eran salas de tortura en una residencia para artistas. Incluso lo intenté relacionar con la cooperación internacional (¿qué pasa cuando el financiador ejecuta un proyecto sin tener en cuenta los intereses de los supuestos beneficiarios? Que se abandona).




He hablado del futuro que nos aguarda; he desnudado mis sentimientos; les he buscado (a las fotos, digo) algún parangón con mis testículos; he asesinado abuelas en un asilo, y he plagiado párrafos enteros de la novela Cenital de Emilio Bueso (era tan clavado, casi perfecto, pero al final me pudo el pudor a hacerlo). Todo ha sido en vano.




He escrito el relato más breve de la historia universal de la literatura: Estoy llorando esperma.




Jordi, he intentado incluso escribir párrafos llenos de humor, alegres y dicharacheros (espero que me lo hubieses perdonado). He pasado noches insomnes con estas imágenes, que me encantan, por cierto; he aumentado mi dosis de drogadicción para poder aprehenderlas desde las intoxicadas cavernas de mis entrañas; he caminado entumecido hacia bares cercanos donde, con un trombón entre las manos, me he descubierto asustadizo al releer ciertos párrafos. He dejado la mayoría de frases sin terminar; adentrarme más ya me daba miedo.




He pedido consejo, he recuperado eslóganes de las carpetas de mi adolescencia ("la vida es una mierda y encima te mueres"), he seguido paso a paso las instrucciones encomendadas por los más sabios filósofos respecto a la decadencia del mundo moderno, ese que lleva años cayendo pero que resiste inclemente, seguramente porque sea el que mejor se adapte a la naturaleza humana: destructiva, competitiva, ambiciosa, tribal.




En definitiva, me ha interpelado la escritura a la hora de enfocar un texto que hable sobre abandono y decadencia sin que mis heridas me desangren. Y es que he visto vomitar al diablo en la entrada de un párking (esto no hace falta que se entienda).  




Tengo que asumirlo: no he podido desplomarme al fondo del pozo anímico al que me he visto arrastrado cada vez que he indagado sobre cuestiones de las que suelo despistarme por mi obstinación a construir hilarantes trincheras frente al dolor más mundano. Eso me asusta.  




Llamadme cobarde, pero ahora no puedo.


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