lunes, 8 de diciembre de 2014

Pantallazo negro.

Pantallazo negro.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Texto: Epo.




Cada vez voy menos al cine y veo más películas. Antes, para ver películas tenías que ir al cine. Cuando  se inventó la televisión hubo agoreros que dijeron que era el final del cine. Es cierto que se cerraron muchas salas porque hubo gente que prefería quedarse en casa, viendo las películas en la tele. Décadas más tarde pasó algo parecido con la popularización del vídeo doméstico: cerraron un montón de salas y abrieron un montón de videoclubs. 




La sala en ruinas del reportaje seguramente cerró por aquella época. En una de las fotos se ve una lista con la oferta de la distribuidora JF (¿José Frade?) para la temporada 1979-1980. Casi todo son pelis italianas con Alvaro Vitali ("Jaimito") y Edwige Fenech. Aquello era la época del destape, y la gente tenía ganas de cachondeo. Durante un tiempo, esas comedietas llenaron las salas. Su equivalente patrio fueron las ozoradas con Esteso y Pajares. Pero progresivamente la fórmula [humor zafio] + [tetas y culos] se fue agotando, al tiempo que se regularizó la pornografía en el cine, primero con la clasificación S y luego con la X. Y claro, ahí  el vídeo doméstico tenía las de ganar. La mayoría de la gente prefiere masturbarse en la intimidad.




Recuerdo ver alguna peli de destape en el pueblo, en la terraza de verano. Supuestamente era para mayores de 18 años, pero yo no tendría más de 15, y no era ni mucho menos el espectador más joven. Salía Nadiuska, y cada aparición suya se veía jaleada por los sectores más expansivos y participativos del público. Allí llegaban las películas con meses o años de retraso, con el celuloide ya bastante machacado, con cortes y rayas, pero a la gente le daba igual. Lo bueno era ver dos pelis a la fresca, sentados en sillas de cámping o tumbonas, con el bocata o la fiambrera, y socializar a grito pelado. Si la peli era de miedo tenías que gritar. Si era de aventuras o del oeste, tenías que animar al héroe. Si era de destape, tenías que comentar lo buena que estaba la jamona. (Hay que reconocer que una Nadiuska de 4 metros impresionaba). Quedarse callado se hubiera interpretado como un esnobismo capitalino  imperdonable. Así que, para no llamar la atención, al menos tenías que reír las gracietas de los lugareños.




Esa vertiente social del cine, o mejor, mi misantropía, es la que ha hecho que abandone las salas. No me apetece mezclarme con la gente, comentar las escenas ni soportar a los graciosos. Sospecho que a los adolescentes que llenan los multicines las pelis les dan bastante igual, y lo que buscan es alternar. Antiguamente aprovechabas la oscuridad para meter mano, pero de eso me parece que también van sobrados. Ahora acuden para comprar refrescos y palomitas a precio de champán y caviar. Supongo que eso les proporciona cierto estatus de cara a su grupo de iguales.




Pero no sólo han cambiado las costumbres. La tecnología ha sufrido una progresión brutal. En una de las fotos se ve un proyector clásico, con los rollos de película enormes. Prácticamente ese mismo sistema óptico-mecánico se mantuvo desde los inicios del cine hasta la reciente digitalización actual: más de 100 años con una tecnología que apenas evolucionó en todo ese tiempo. Para completar el retrato arqueológico analógico, un tocadiscos que serviría para los minutos musicales previos a las proyecciones y durante los intermedios. Extrañamente, los discos de vinilo todavía gozan de cierta reputación entre hipsters y otros enteradillos. Postureo.




Los rollos de celuloide eran grandes, pesados, caros y delicados. Por eso a los cines de barrio y de verano llegaban las películas destrozadas, después de semanas o meses de exhibición en las salas de estreno. Ahora ya casi no se proyecta en celuloide, pero tampoco hay apenas cines de reestreno, y eso que todo es técnicamente más fácil. La digitalización ha abaratado muchísimo la distribución física de las películas (en algunos casos, ésta se hace telemáticamente, así que ni siquiera hay que transportar los discos duros que sirven para almacenarlas), y sin embargo no se puede decir que la oferta cinematográfica en salas se haya beneficiado de mayor variedad. 




¿Qué ha pasado? Que nos han vuelto a tomar el pelo. La tecnología, tanto de captación (cámaras) como de exhibición se ha abaratado, pero lejos de democratizarse, la distribución está en manos de unas pocas corporaciones que dictan qué, cuándo y cómo tenemos que ver. El tránsito de celeluloide a digital, a pesar de resultar muy conveniente para las majors, ha supuesto un encarecimiento de las entradas. Lo mismo puede decirse de la moda del 3D, aunque creo que ahí no han triunfado. ¿Conocéis a alguien que se haya comprado una tele para ver películas en 3D? 




En fin, que toda esta chapa de abuelo cebolleta era para contar que ya no voy al cine, pero que veo más películas que en la vida. Me descargo todo lo que puedo y me apetece, y esto no me provoca ningún remordimiento de conciencia. Lo hago porque puedo y porque me conviene. Me monto ciclos de cine raruno que sólo podrían existir en algunos festivales o filmotecas, pero lo hago en la comodidad de mi cuchitril, sin tener que salir a la calle, dándole al pause para mear o rebobinando si es que me he quedado traspuesto. Soy un hikikomori cinéfago y me enorgullezco de ello.




La crisis del cine español (y del europeo, y de todo el cine quejica) me la trae al pairo. Aunque se cortara hoy toda la producción cinematográfica mundial, aún me quedarían miles (¿millones?) de películas por ver. Además, eso no va a pasar: están las series, y el cine independiente, y todos los artistas que no pueden quedarse quietos aunque no saquen un duro. 




La visión de las ruinas de una antigua sala de cine no me produce demasiada nostalgia. No más que la de una antigua biblioteca. Antes era más trastero, más fetichista, pero como me hago viejo y tengo miedo de desarrollar el síndrome de Diógenes, procuro no acumular. Hace poco me deshice de un montón de libros y cintas de vídeo. Lo siguiente serán los discos. Y las pelis (casi todas) las borro después de verlas. ¡Viva el cine! ¡Viva la vida!


Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.

sábado, 1 de noviembre de 2014

El código LEM.

El código LEM.


Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Texto: Javi Llorens Luna.




Todo estaba dispuesto de manera perfecta en un plan necesario y concienzudamente trazado. Era un proyecto regido por el mismo patrón que las recientes intervenciones realizadas en este planeta. Escogimos un país decadente y coyunturálmente perfecto para desarrollar lo que sería una nueva acción que nos acercaría a nuestro propósito final. Nada podía fallar. Suplantando a los personajes indicados y utilizando de manera encubierta nuestra eminente tecnología, conseguiríamos que todo evolucionara como habíamos previsto.




Empezamos provocando lo que denominamos “El alzamiento nacional” en el año 1936 y una posterior Guerra Civil. Desde ese momento, el trabajo en este país había sido duro pero gratificante. La uniformidad en el pensamiento, la aparente nacionalización de las empresas, el absoluto exterminio de la idea, de la crítica, de la duda. Esa era la línea trazada para la correcta colonización según el “Código LEM para el sometimiento malintencionado de especies inferiores.”




Utilizamos al ejército, garante y defensor de las esencias patrias, pues era la herramienta que necesitábamos para contener cualquier indicio que cuestionara, de manera subversiva, nuestro adoctrinamiento. La iglesia y el sistema educativo se encargaron de la absoluta programación de las generaciones posteriores. Conseguimos borrar de raíz cualquier recuerdo positivo del anterior sistema repleto de pensamientos libertarios y sediciosos. Un nuevo ser humano habitaba en la denominada, península ibérica. Hombres y mujeres cobijados a la sombra de una bandera, de esa bandera que hicimos nuestra. Sí, nosotros. La “Asociación interplanetaria de colonización de especies supuestamente inteligentes”.




Por desgracia, nuestro plan tenía una pequeña imperfección que debíamos subsanar. El sistema estaba asentado de manera equivocada. Personificado en un humano cuya duración sabíamos que era limitada. Un espécimen simple al que había sido sencillo modificar y al que hicimos llamar “El Caudillo”.
Teníamos que pensar en una sucesión segura y reforzar el patriotismo; para ello nos aprovechamos de la coyuntura política mundial que nosotros mismos habíamos establecido. La división del mundo en dos pensamientos políticos. El eje comunista, en este caso, sería nuestro objetivo. Debíamos causar una confrontación. El plan era sencillo. Fingiríamos un ataque. Ya lo habíamos hecho en otras ocasiones. Ellos serían los culpables. Nada debería haber fallado.




Utilizamos como centro de operaciones una escondida central térmica de la provincia de Teruel. Allí desplazamos a cuatrocientos operarios de la empresa automovilística Seat, además de a quince ingenieros aeroespaciales de Burgos. Comenzamos a construir una réplica del misil balístico intercontinental Р-7 "Семёрка". Para ello utilizaríamos una resistente aleación de metales creados en los altos hornos de Vizcaya y material radioactivo sustraído de unas secretas instalaciones militares Rusas. 




El trabajo de construcción del misil estaba supervisado por Wernher von Braun y por Don José María Otero de Navascués, mentes distinguidas y hábilmente engañadas para desarrollar el proyecto. Por fin, tras dos años de duro trabajo, desarrollamos un misil balístico con cabeza termonuclear. Un misil que destruiría una ancestral ciudad española llamada Toledo. Antigua capital, crisol de culturas y paradigma de ciertas singularidades patrias. Los comunistas serían los culpables. La población estaría con el régimen y nuestro plan de dominación funcionaría como en Italia, Alemania, Rusia y Estados Unidos. 




Casi todas las piezas estaban ya en su lugar. La nación, unida frente al dolor, se posicionaría del lado de nuestro pensamiento. El régimen estaría fortalecido por largo tiempo y nuestro plan, daría un paso más. Nuestro propósito era simple: Paulatina colonización, experimentación, explotación de recursos planetarios y deportación a planetas de la línea superior de los mejores ejemplares humanos para su crianza y comercialización como alimento. La experiencia nos había demostrado que la mejor manera de someter a las especies racionales era polarizar su pensamiento.




Pero cometimos un grave error. Hubo una pequeña fisura. Algo que no tuvimos en cuenta. Una minucia que consiguió cambiar la historia de este planeta. Una insignificancia desdentada y hambrienta que habitaba escondida en las montañas. Que vestía pantalón de pana y alpargatas de esparto, que luchó en la guerra por sus ideas y perdió. Que nos observaba.
Los partisanos antifascistas derivados de la guerra civil, el Maquis, nos acechó hábilmente durante los dos años que duró la operación y trazó un plan para dinamitar la central, para sabotear nuestra jugada maestra. Curiosas criaturas los seres humanos. 




A diez días del lanzamiento del misil, de culminar nuestra operación, veintisiete cargas de dinamita hicieron explosión destruyendo totalmente nuestras instalaciones. Todos murieron a excepción de Don José María Otero de Navascués, que se hallaba en el retrete aquejado de una colitis aguda a consecuencia de la ingesta, por error, de las muestras de heces de Casimiro Giménez Carrillo, mecánico jefe de la sección de montaje.
Nuestra base de operaciones, el misil, nuestros elaborados planes. Todo voló por los aires.




El Caudillo murió años después, la historia fluyó durante un tiempo a su libre albedrío hasta que rehicimos nuestros planes y los adaptamos a la nueva situación. Hoy, la crisis económica global, las redes sociales, la tecnología anquilosante y la hiperinformación son las bases sobre las que se sustenta nuestro actual plan. El ser humano está siendo correctamente preparado para la invasión.
Actualmente, nuestras naves de captura y transporte vuelven a estar preparadas para someter a la humanidad.


Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.

sábado, 4 de octubre de 2014

Es la hora, cariño.

Es la hora, cariño.


Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Texto: Antonio Bosch Conde.




Esa primavera se llevaban los colores cálidos. Como era costumbre, la señora duquesa, que siempre estaba a la última moda, pintó su palacete acorde con las exigencias sociales que ella misma imponía.




Era casi una tradición. De hecho, el resto de la nobleza y la alta burguesía de la ciudad, solía esperar la fiesta del cambio de temporada, en casa de los duques, para decidir cómo decorar las paredes y ventanas de sus propias viviendas. También los había que trataban de engatusar, a base de dádivas, a los palaciegos que servían a los duques, para que les consiguieran algún anticipo al respecto. Este hecho era del todo inútil, pues la confidencia se guardaba con gran celo y máximo cuidado, con lo que debían resignarse y aguantar hasta el convite de bienvenida estival. 




Era un evento esperado por todos, sobre todo por ellos, los caballeros, que aprovechaban para ponerse al día de sus últimos logros en cuanto a negocios, a cortejos inconfesables, o a premios deportivos y de caza. Ellas, tratando de conseguir la excelencia en sus vestimentas y engalanadas con sus mejores joyas, se centraban en revisar los adornos de las paredes, así como las telas y colores de los cortinajes.




El papel pintado de la salita auxiliar, de flores en tonos terrosos, ese año no varió. Bien distinto fue el cambio de imagen que sufrió la sala de juegos, donde la duquesa solía convocar a sus amistades más selectas, así como las esposas de los empresarios que proponía el duque. Era el propio duque quien gustaba de deleitarse y presumir de su cuidadoso y trabajado arte acariciando las teclas del piano, mientras las féminas se concentraban, cotilleando y ejerciendo de alcahuetas, con diferentes juegos de cartas como excusa. En esa habitación envuelta de un fondo vainilla, con cenefa sobre los contornos de cada pared, la flor de lis era la protagonista, la pieza atrevida, la novedad con que cada año acostumbraba a sorprender tan insigne dama. Las señoras de alto copete, no tardarían en hacer sus pedidos de papeles decorativos similares al de la duquesa, que normalmente eran importados de las colonias nacionales de ultramar. 




Lógicamente, esta situación no era casual, porque al tratarse de algo novedoso, si se solicitaba la fabricación específica a algún proveedor nacional, tardaría lo mismo o más que comprándolo fuera, donde ya conocían los pautas que había marcado la duquesa. Esto favorecía a los negocios del duque y regocijaba a su esposa, pues siempre llevaba una temporada de ventaja sobre el resto de acomplejadas señoras de la nobleza, con ausencia de gusto y que precisaban de un patrón a seguir. Caso bien distinto era el de la reina, Isabel II, quien recibía, año tras año, el presente de los duques en forma de papel pintado que, de manera tradicional, servía para adornar el salón de té de palacio.




Pero ese año de 1853 todo iba a ser distinto. Ese año el palco ducal del teatro real quedaría vacío. De hecho, fue precisamente en un teatro donde el duque recibió la noticia, mientras disfrutaba del estreno de “La Traviata”, la adaptación operística de Giuseppe Verdi de “La dama de las Camelias”, la novela del joven Alejandro Dumas, hijo del célebre autor de los mosqueteros. En este caso, el duque, amante de la ópera y de las artes escénicas, gracias a las atenciones que solían cruzar entre él y un prócer de origen italiano, viajó a primeros de marzo hasta Venecia para disfrutar de dicho estreno en el teatro “La Fenice”. Era en la pausa del entreacto cuando se permitía fumar a los espectadores de palco, distinguiéndolos de los del patio de butacas. Estaba el duque preparando su pipa cuando recibió una comunicación para que se presentara de inmediato en la comandancia real de Madrid, a fin de atender un asunto de Estado.




Dudó en aprovecharse de su desplazamiento geográfico para refugiarse en las tierras de la península itálica, temeroso de que aquella citación pudiera tener relación con los favores que había conseguido del Presidente Roncali, de quien obtuvo unas concesiones de dudosa licitud, para la construcción del ferrocarril que, desde hacía algo más de un año, unía la capital española con el Real Sitio de Aranjuez, empresa en la que el duque participó, asociado con Don José Mª de Salamanca .




 A pesar de la buena consideración que tenía, Salamanca estaba en tela de juicio por este y otros asuntos, alguno de los cuales incluía a Mª Cristina de Borbón, madre de la actual reina, quien, además, ejerció de regente durante la minoría de edad de la propia Isabel II. A todo esto habría que añadir que el gobierno de Roncali también se tambaleaba, con lo que el duque podía ser una buena cabeza de turco.




Después de mucho análisis, el duque prefirió decantarse por la defensa de su honorabilidad y el amor que sentía por su esposa, a pesar de los rumores que lo relacionaban con turbios asuntos de alcoba con algunas cortesanas. Terminó de resolver su decisión, la deteriorada relación que mantenía con Víctor Manuel II, quien siempre dudó de la estrecha amistad del duque con Adele, su mujer, así como de la legitimidad de alguno de sus ocho hijos, principalmente de Amadeo, por quien el duque sentía una extraordinaria predilección. Lo que todavía no sabían es que, con el tiempo, Amadeo de Saboya acabaría siendo rey de España.




Una semana después, cuando la duquesa entró al oratorio de su ilustre palacete, se encontró a su marido de rodillas, sobre el terciopelo del reclinatorio. Destacaba, además de su intensa concentración, el rosario familiar, que había pasado por múltiples generaciones y que esa mañana apoyaba sobre su mano derecha. Respetando su momento de ruego espiritual, la duquesa se colocó junto al púlpito y esperó silenciosa el momento oportuno. El duque levantó la cabeza buscando la serenidad que necesitaba en la imagen de San Antonio de Padua, que se mostraba piadosa en el cuerpo del retablo. Como si de una señal del propio santo venerado se tratase, sintió la presencia humana a su espalda y, sin variar la posición de sus rodillas, el duque giró la cabeza.

-Es la hora, cariño.



Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.

lunes, 1 de septiembre de 2014

La pensión del coyote.

La pensión del coyote.

Fotografía: Jordi Coll Martínez. 
Música y letra: El Jipi del arroyo.


En esta ocasión, el gran trovador eléctrico y semidios, El Jipi del arroyo, nos brinda una deliciosa piececilla musical con la que podamos acompañar el reportaje fotográfico. Como últimamente sucede, os rogamos pulseis el play del reproductor de abajo para ver y oir el reportaje.
























Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.

martes, 22 de julio de 2014

Las molduras del tiempo.


Las molduras del tiempo.


Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Música: Claudio García.


Vuelven las colaboraciones en forma musical al blog. En esta ocasión Claudio García nos obsequia con un tema compuesto y producido por él mismo. Por lo tanto rogamos pulseis el play del reproductor de abajo para ver y escuchar esta entrada.
























Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.