sábado, 4 de octubre de 2014

Es la hora, cariño.

Es la hora, cariño.


Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Texto: Antonio Bosch Conde.




Esa primavera se llevaban los colores cálidos. Como era costumbre, la señora duquesa, que siempre estaba a la última moda, pintó su palacete acorde con las exigencias sociales que ella misma imponía.




Era casi una tradición. De hecho, el resto de la nobleza y la alta burguesía de la ciudad, solía esperar la fiesta del cambio de temporada, en casa de los duques, para decidir cómo decorar las paredes y ventanas de sus propias viviendas. También los había que trataban de engatusar, a base de dádivas, a los palaciegos que servían a los duques, para que les consiguieran algún anticipo al respecto. Este hecho era del todo inútil, pues la confidencia se guardaba con gran celo y máximo cuidado, con lo que debían resignarse y aguantar hasta el convite de bienvenida estival. 




Era un evento esperado por todos, sobre todo por ellos, los caballeros, que aprovechaban para ponerse al día de sus últimos logros en cuanto a negocios, a cortejos inconfesables, o a premios deportivos y de caza. Ellas, tratando de conseguir la excelencia en sus vestimentas y engalanadas con sus mejores joyas, se centraban en revisar los adornos de las paredes, así como las telas y colores de los cortinajes.




El papel pintado de la salita auxiliar, de flores en tonos terrosos, ese año no varió. Bien distinto fue el cambio de imagen que sufrió la sala de juegos, donde la duquesa solía convocar a sus amistades más selectas, así como las esposas de los empresarios que proponía el duque. Era el propio duque quien gustaba de deleitarse y presumir de su cuidadoso y trabajado arte acariciando las teclas del piano, mientras las féminas se concentraban, cotilleando y ejerciendo de alcahuetas, con diferentes juegos de cartas como excusa. En esa habitación envuelta de un fondo vainilla, con cenefa sobre los contornos de cada pared, la flor de lis era la protagonista, la pieza atrevida, la novedad con que cada año acostumbraba a sorprender tan insigne dama. Las señoras de alto copete, no tardarían en hacer sus pedidos de papeles decorativos similares al de la duquesa, que normalmente eran importados de las colonias nacionales de ultramar. 




Lógicamente, esta situación no era casual, porque al tratarse de algo novedoso, si se solicitaba la fabricación específica a algún proveedor nacional, tardaría lo mismo o más que comprándolo fuera, donde ya conocían los pautas que había marcado la duquesa. Esto favorecía a los negocios del duque y regocijaba a su esposa, pues siempre llevaba una temporada de ventaja sobre el resto de acomplejadas señoras de la nobleza, con ausencia de gusto y que precisaban de un patrón a seguir. Caso bien distinto era el de la reina, Isabel II, quien recibía, año tras año, el presente de los duques en forma de papel pintado que, de manera tradicional, servía para adornar el salón de té de palacio.




Pero ese año de 1853 todo iba a ser distinto. Ese año el palco ducal del teatro real quedaría vacío. De hecho, fue precisamente en un teatro donde el duque recibió la noticia, mientras disfrutaba del estreno de “La Traviata”, la adaptación operística de Giuseppe Verdi de “La dama de las Camelias”, la novela del joven Alejandro Dumas, hijo del célebre autor de los mosqueteros. En este caso, el duque, amante de la ópera y de las artes escénicas, gracias a las atenciones que solían cruzar entre él y un prócer de origen italiano, viajó a primeros de marzo hasta Venecia para disfrutar de dicho estreno en el teatro “La Fenice”. Era en la pausa del entreacto cuando se permitía fumar a los espectadores de palco, distinguiéndolos de los del patio de butacas. Estaba el duque preparando su pipa cuando recibió una comunicación para que se presentara de inmediato en la comandancia real de Madrid, a fin de atender un asunto de Estado.




Dudó en aprovecharse de su desplazamiento geográfico para refugiarse en las tierras de la península itálica, temeroso de que aquella citación pudiera tener relación con los favores que había conseguido del Presidente Roncali, de quien obtuvo unas concesiones de dudosa licitud, para la construcción del ferrocarril que, desde hacía algo más de un año, unía la capital española con el Real Sitio de Aranjuez, empresa en la que el duque participó, asociado con Don José Mª de Salamanca .




 A pesar de la buena consideración que tenía, Salamanca estaba en tela de juicio por este y otros asuntos, alguno de los cuales incluía a Mª Cristina de Borbón, madre de la actual reina, quien, además, ejerció de regente durante la minoría de edad de la propia Isabel II. A todo esto habría que añadir que el gobierno de Roncali también se tambaleaba, con lo que el duque podía ser una buena cabeza de turco.




Después de mucho análisis, el duque prefirió decantarse por la defensa de su honorabilidad y el amor que sentía por su esposa, a pesar de los rumores que lo relacionaban con turbios asuntos de alcoba con algunas cortesanas. Terminó de resolver su decisión, la deteriorada relación que mantenía con Víctor Manuel II, quien siempre dudó de la estrecha amistad del duque con Adele, su mujer, así como de la legitimidad de alguno de sus ocho hijos, principalmente de Amadeo, por quien el duque sentía una extraordinaria predilección. Lo que todavía no sabían es que, con el tiempo, Amadeo de Saboya acabaría siendo rey de España.




Una semana después, cuando la duquesa entró al oratorio de su ilustre palacete, se encontró a su marido de rodillas, sobre el terciopelo del reclinatorio. Destacaba, además de su intensa concentración, el rosario familiar, que había pasado por múltiples generaciones y que esa mañana apoyaba sobre su mano derecha. Respetando su momento de ruego espiritual, la duquesa se colocó junto al púlpito y esperó silenciosa el momento oportuno. El duque levantó la cabeza buscando la serenidad que necesitaba en la imagen de San Antonio de Padua, que se mostraba piadosa en el cuerpo del retablo. Como si de una señal del propio santo venerado se tratase, sintió la presencia humana a su espalda y, sin variar la posición de sus rodillas, el duque giró la cabeza.

-Es la hora, cariño.



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